CAPÍTULO 6. CUANDO SABES LO QUE ES VIVIR AISLADO. LOS ÁNGELES TIENEN NOMBRE (1ºPARTE)

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#losangelestienennombre

PODCAST – CAPÍTULO 6. CUANDO SABES LO QUE ES VIVIR AISLADO. LOS ÁNGELES TIENEN NOMBRE (1ºPARTE)

Dedicado a un ángel: “Marta”

LECTURA – CAPÍTULO 6. CUANDO SABES LO QUE ES VIVIR AISLADO. LOS ÁNGELES TIENEN NOMBRE (1ºPARTE)

Dedicado a un ángel: “Marta

CAPÍTULO 6.

“Cuando sabes lo que es vivir aislado”. 

Cansancio.(Marzo 2020. Publicado en RRSS). 

 

Ya no suenan los aplausos igual a las 20h. Si llevan el mismo sentimiento, ¡claro que sí!.. Llevan el mismo significado, la misma admiración por aquellos que se dejan la piel por nosotros… pero el cuerpo empieza a estar cansado de perseguir a la cabeza, de alentarla cada día. Las cifras son devastadoras. Eso se apodera de nosotros. Y el miedo acecha. Ver la muerte cerca es terrible. Notar que los tuyos no están protegidos del todo estremece. 

Son fases normales del aislamiento. El agotamiento, el cansancio extremo de una situación forzosa. Sentir que te han arrebatado la vida y todo aquello por lo que llevas años luchando. Sentir que además de arrebatarlo todo te pueden arrebatar el bien más preciado, vivir.

Son fases del aislamiento. Pero no de un aislamiento cualquiera, del que yo también tengo experiencia, del aislamiento sanitario.

Un aislamiento sanitario hace que pases por muchas fases. La primera la euforia. Querer estar fuerte, luchar contra todo, armarte de poder. Para después pasar a la asimilación de la situación, pasar por el miedo, la frustración, la colocación de la nueva situación y después una vez asimilado todo aceptar que nada es igual y empezar a construir de nuevo.

Es normal. Todos pasamos por esas fases, en un orden u otro. Sé que los aplausos volverán con fuerza y energía, con gritos de vivas. Hay que respetar el silencio también. Porque asimilar y acompañar en silencio es bueno.

Cada noche miro en mi ventana. Veo quién falta. Quien está. Intento sentir lo que sienten. Porque es humano también cuidar. Y esperar. Está permitido llorar en una guerra. Está permitido lamerse las heridas. Coger impulso para después sonreír más fuerte.

Todo está permitido. Yo intento madrugar. Asomarme a mi ventana cuando el ánimo no acompaña y escuchar el silencio. Acostarme la última y mirar al cielo buscando alguna respuesta. Pero las respuestas las tenemos nosotros. Cada uno la nuestra. No hace falta ocultarse en las tareas. Están bien para que pasen las horas. Pero no para ocultar la realidad. Deshacerse de aquello que tanto nos ha costado construir es difícil. Pero cuando se habla de víctimas mejor construir juntos que construir en ausencia.

Somos frágiles. Un virus está haciendo tambalear al mundo. Es una pandemia. Una guerra biológica, quizá nunca sepamos la verdad de todo lo que está pasando y porque. Quizá nuestros nietos lo estudien y se hayan descubierto documentos de la verdad, de la falta de información, de aquellas piezas del puzzle que no encajan.  Ahora nuestros guerreros son médicos. Imaginemos cómo están ellos. Enfermeros, médicos, celadores… agotados, sin casi dormir, sin casi comer.. mirando de cerca a la muerte. Directamente a los ojos. Retándola. Despidiendo a los que se van y recibiendo a los que vienen. Desbordados. Pidiendo protección. Luchando incansablemente a pie de guerra.

Solo puedo ayudaros quedándome en casa. Y lo haré claro que lo haré. Y cuando esto termine os ayudaré a levantaros. A pelear por aquello que os han arrebatado. A que os devuelvan la dignidad de verdad. El valor del esfuerzo. Y la justicia de vuestro riesgo. 

Permitirnos que nosotros, los más cobardes a veces temblemos y nos falten energías. Perdonarnos por ello. Pero estamos con vosotros. Los héroes no llevan capas, si no batas y eso es lo que hay que enseñarles a nuestros hijos.

Como siempre mi humilde opinión. Hoy volvió a salir el sol para todos nosotros. Ojala cada día el silencio de las calles sea mayor para que el número de víctimas deje de crecer #yomequedoencasa. Mis guerreros están investigando el virus porque saben que #investigaciónesvida

 

 

Ya teníamos el portacath puesto. Ya pesaban las semanas en el hospital. Ya sabíamos que esto era real y lo empezábamos a palpar. Las ojeras del cansancio, de esas noches de hospital me empezaban a pesar. Lo digo en singular, porque aún no había salido del hospital. Llevaba 10 días encerrada en esa habitación, junto con mi hijo. Recibiendo las visitas de los abuelos, de amigos… Mi marido encargándose de mi hija, y corriendo a pasar el día entero en el hospital… yo aún no había salido. Mi única visión del mundo real era mi ventana y lo que mi hija me contaba.

Yo y Samu habíamos entrado en esa habitación hacía más de 10 días y nos habíamos enfrentado juntos a la realidad mas espeluznante del cáncer. Juntos habíamos descubierto lo que era estar separados por las puertas de un quirófano. Una fría ventana ciruclar que nos separaba durante minutos, a veces horas. Juntos habíamos descubierto lo que el cáncer genera en el cuerpo, lo que la medicación nos produce y el miedo a descubrir cada sensación. Juntos vimos cómo el tsunami de la palabra cáncer invadía cada por o de nuestra piel para derruirnos, y como juntos, de la mano y abrazados nos levantábamos. Juntos, siempre juntos estábamos descubriendo y superando el miedo. Las nuevas rutinas y juntos el cansancio se apoderaba de nosotros. Yo como adulta lo identificaba, me daba cuenta de donde estaba, y él un cansancio físico, no mental. Él no había perdido nada y me tenía a mí y a su padre para él.  

La ventaja de no ser adolescente es que no tenía la sensación de pérdida de su vida. Esa solo la teníamos nosotros. El solo sabía que se encontraba mal y cansado. Y se recuperba con los arrumacos de mamá y papá, y con los juegos de su hermana cada tarde de hospital. El no echaba en falta una vida que se había dejado por vivir. Y además, aunque tenía miedo a lo desconocido, miedo a lo que podía pasar, el vivía el presente, y no palpaba el terror de verdad de esa planta, donde muchos entran y no salen. Eso era algo que por su edad, solo percibíamos nosotros. 

La planta de oncología es una planta terrible, por mucho que lo imaginéis. En su ambiente se respira alegría, ilusión, esperanza, cariño y mucho amor del personal sanitario a la par que terror, miedo, cansancio, indignación, rabia, frustración y asimilación a partes iguales. Es extraña la sensación de pasearte por una planta donde la muerte y las ganas de vivir conviven. Donde los colores y las risas se escuchan a voces y los llantos se ocultan para no asustar al de la lado.

Es terrible una planta donde ves los ojos hinchados de muchos padres ante noticias tan estremecedoras que les hacen derrumbarse, pero que se cruzan contigo en los pasillos disimulando para no contagiarte el miedo, incluso capaces de animarte. Es terrible una planta, donde una noche un peque se convierte en estrella, en ángel y ver a padres capaces de irse del hospital con una sonrisa incluso pidiendo al personal sanitario que si preguntan por ellos digan que les han dado el alta que se encontraban mejor, para no hacer tambalear al resto.

 

Esos padres que han perdido a un hijo por esta maldita enfermedad, o por cualquier otra, merecen un respeto tan desmedido por mi parte que es indescriptible, porque el cáncer es cruel. Te consume. Te deteriora. Te enloquece. Te separa y te hunde, antes de llevarte. Y cuando es un hijo al que coges la mano es tan estremecedor que no tengo casi palabras para describir lo que se siente. Es la sensación de que te aprietan el corazón y te corta la respiración.

 

Todas estas sensaciones que yo ya tenía hacían que llevase 10 días sin salir de la habitación. Sin pisar la calle. Sin darme el aire en la cara. Tenía la sensación de que si me separaba de él podía volver y no tenerle.

Llegó el día en que se pusieron serios. Mi hija se hizo notar. Ella reclamó que también era mi hija. Que aún no había dormido con ella en casa. Mi marido me dijo que el también sería capaz de estar en esa habitación y pasar una noche de hospital. Que mi hija me necesitaba y que era hora de dormir en casa. De ir a casa, de llevar a mi hija al colegio. De ducharme cómo Dios manda e intentar descansar. Porque esto acababa de empezar y me necesitaba fuerte.

 

No entraba en razón. El miedo y el cansancio se apoderaban de mi. No era capaz de salir de allí. De separarme más alla de la separación que supone una puerta metálica y fría de quirófano. Y si me hubiesen dejado hubiese entrado con él. No era capaz. Por mucho que me lo dijesen mis amigas, las madres de planta y mis familiares. No entendía a razones. Hasta que vino ella, mi pequeña. Mi hija me lo pidió. Quería dormir conmigo. Contarme sus aventuras de colegio. Que le recogiese del colegio y le diese la mano hasta casa. ¡Dios mío!, ella me necesitaba también… fue durísimo para mí. Pero esa tarde salí.

 

Despedirme de Samuel fue cruel. El lo puso fácil, como simpere. Porque el todo lo pone fácil. Nunca se queja ni demanda. Una personita de 3 años, con lengua de trapo era capaz de mirar como una persona de 60, con canas y experiencia. Su mirada envejecía por la expereincia. Y me dejó marchar. Se conformó. Se despidío yo creo que incluso sonriendo para mi tranquilidad. Yo sabía que a él le inquietaba tanto como a mí. El lenguaje real, el código de lucha es algo que habíamos creado juntos. Y nos tocaba luchar por separado. Sabíamos que podíamos pero era difícil separarnos. Hoy sigue siendo igual. El código es nuestro. Y cuando algo le atemoriza de verdad solo me busca a mi. Nos miramos, nos hablamos al oido y nos entendemos.

 

Salí. Solté la mano de mi hijo como si fuese la ultima vez que la iba a coger. Cogí la de mi hija. Ella me apretó con fuerza, y me reconfortaba, pero sentía que ella no me soltaría y yo necesitaba poder salir corriendo. Hice un trabajo terrible de dolor, miedo y amor. Y salí. Me metí en el ascensor. Las enfermeras me miraron y sonrieron, que alma más grande. Descansa mami, nosotras etamos aquí. ¡Dios mio! que inteligencia emocional la que tienen. Confío 100% en mi marido, pero es terrible delegar la salvedad de un hijo, es difícil de explicar. Así que salí del hospital sin saber muy bien por donde se salía. Donde estaba aparcado el coche y moverme por una zona que entre en ambulancia y que jamás había recorrido sola. Pero mi pequeña princesa, mi otro ángel me guió. Ella sonreía como si nada hubiese dejado atrás. Me tenía para ella. Se abrió la puerta del hospital. Salí. Me dió el aire en la cara. Dios mio, me costaba hasta abrir los ojos de la claridad. Respire hondo. Tuve hasta que pararme en seco. Estaba como agotada. Miré a mi alrededor, mire el movimiento de la gente a mi alrededor. No encontraba mi lugar en el tablero de juego. Empece a caminar, intentando no pensar, solo mirándole a ella y atendiéndole a ella. Llegué a casa. Abrí la puerta y eso fue devastador.

 

Hoy es igual imagino a la gente llegando a sus casas. Sin poder coger la mano a sus enfermos. Llegar solos, sin saber si volveran a verles. Cansados de la lucha y la espera. Y es terrible.

 

 

(Próxima semana siguiente entrega. Las anteriores en este blog www.rociobracero.com. Si te resulta más cómodo suscríbete a mi newsletter y te llegará al mail cada viernes…. o puedes seguirme en mis rrss, instagram, facebook y twitter donde publico las entregas. Y no lo olvides cada día sale el sol para darte una nueva oportunidad para empezar. )

 

“Cada momento suma más que el anterior”

ROCÍO BRACERO

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